Lamentablemente hay fechas en el calendario que nos recuerdan año tras año y nos advierten sobre realidades que existen y que no deberíamos permitirlas como humanidad que nos hacemos llamar. Una de ellas tiene fecha: el 12 de junio, Día Mundial contra el trabajo infantil. En pleno siglo XXI aún 160 millones de niños y niñas tienen que trabajar y, de ellos, casi la mitad lo hacen en trabajos que ponen en riesgo su vida o su salud.
Este año seguimos sin tener nada que celebrar, puesto que la lucha contra el trabajo infantil a nivel mundial se ha estancado desde 2016. Sí es cierto que en las regiones de Asia y el Pacífico y en América Latina y el Caribe, según informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y UNicef, el trabajo infantil ha disminuido de forma constante desde 2008, pero en el África Subsahariana no se han podido realizar progresos similares, pues es la región con la mayor prevalencia y el mayor número de niños en situación de trabajo infantil. Además, en las zonas rurales la cifra de niños y niñas que trabajan —122 millones — se triplica en comparación con las zonas urbanas donde la cifra desciende hasta 37.
Niños y niñas que deberían estar en la escuela, pero no pueden, porque sus familias se ahogan en la pobreza y muchas veces ellos son los únicos con capacidad para trabajar. Realidades distintas en distintos lugares del mundo, pero siempre con una única víctima: la infancia. Porque cuando a un niño o niña le roban la oportunidad de ir a la escuela su infancia se acaba, y condenan su vida adulta a malvivir de por vida.
Una de las recomendaciones de la OIT y con la que estamos totalmente en sintonía es la importancia de prestar especial atención a la educación en emergencia, pues en contextos de crisis, conflictos y desastres el trabajo infantil se dispara. Por eso, la educación de los más pequeños debe tenerse en cuenta en todas las fases de la acción humanitaria – desde los planes de preparación para las crisis y los planes de contingencia hasta las respuestas humanitarias a los esfuerzos de reconstrucción y recuperación después de las crisis.
Otra de las recomendaciones va en la línea de actuar todos juntos, en unir esfuerzos y establecer alianzas internacionales para superar los desafíos mundiales. Y es este sentido la pandemia de la COVID-19 es un claro ejemplo de que en la unión está la fuerza. La eliminación del trabajo infantil es una tarea de demasiada envergadura para que la resuelva una parte por sí sola. Los países deben aunar esfuerzos para acabar con esta lacra porque así lo acordaron en el Convenio de la OIT ratificado universalmente. Hicimos una promesa a la infancia, y la debemos cumplir.
La voz de estos niños y niñas nos confirma, una vez más, que la educación es la clave para romper el círculo de la pobreza y la explotación. Cuando un niño va a la escuela adquiere conocimientos y habilidades que le abrirán las puertas a un mundo de oportunidades, además de que se fomenta el pensamiento crítico, la creatividad y las habilidades sociales, indispensables para tener una vida plena.
Cuando invertimos en la educación de la infancia, estamos invirtiendo en el desarrollo de sociedades más justas y equitativas porque los niños y niñas que reciben una educación de calidad tienen más probabilidades de convertirse en ciudadanos activos, de tomar decisiones informadas y de contribuir al crecimiento económico y desarrollo de sus comunidades, y, por ende, de sus países.
Por ello, es fundamental asegurar que la educación sea accesible y de calidad para todos los niños, independientemente de su origen socioeconómico, género o ubicación geográfica. Y es un trabajo de todos. Si no lo hacemos, se estima que en 2025 cerca de 140 millones de niños y niñas estarán en situación de trabajo infantil, muy lejos de la meta que nos marcamos en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de eliminar el trabajo infantil en todas sus formas.
Al invertir en la educación de la infancia, estamos invirtiendo en la construcción de un mundo más justo, equitativo y próspero para todos.
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