Rani tiene 8 años y es una niña vivaracha, a la que le encanta cantar y bailar. Vive con sus padres y sus tres hermanitos en una chabola levantada con cañas, chapa y plásticos que les resguardan de la intemperie. Su barrio, en una zona marginal de la ciudad india de Pune, es un gran descampado donde decenas de familias viven en las mismas condiciones de insalubridad, sin servicios básicos, bajo precarios toldos.
A pesar de la extrema pobreza, la mirada de Rani irradia alegría. Cada mañana, al levantarse, recoge del suelo la estera sobre la que duerme, se asea, ordena su humilde hogar, desayuna un poco de arroz, lava los utensilios y ayuda a su madre a ocuparse de sus hermanitos. Como muchos otros niños de su entorno, no va a la escuela. Las familias, más preocupadas por la supervivencia diaria, no ven en la educación de los hijos una necesidad o bien no cuentan con los recursos mínimos para costear los gastos asociados a la escolarización. Así, muchos niños matan las horas mendigando por la calle, recogiendo trapos o chatarra para revender o buscando cualquier oportunidad de ganar algo de dinero. Muchos caen en adicciones o acaban delinquiendo. Todos ellos están expuestos a abusos y violencia.
Pero, paradójicamente, la calle también le ha dado a Rani la oportunidad de escapar de este círculo de pobreza y exclusión. Y lo ha hecho gracias a los espacios educativos (los llamados “puntos de contacto”) que Educo y la ONG local Awakening Jagriti habilitamos en plena calle durante unas horas al día para compartir con los niños más desfavorecidos juegos, canciones y actividades. Esta especie de escuelas improvisadas cumplen una doble función: por un lado, la de enseñar las primeras letras y números a niños y niñas que viven en situación de extrema vulnerabilidad y avivar en ellos la emoción de aprender; y por otro lado, son un primer paso para integrarlos en el sistema educativo y, a la postre, evitar su exclusión social.
“Todos los niños deben ir a la escuela y estudiar”
Desde que Rani descubrió uno de estos espacios, cercano a su hogar, acude regularmente a él. Allí, sentados en la acera de una ancha avenida, a la sombra de un gran árbol y al abrigo de los peatones y del incesante tráfico, los niños pasan horas disfrutando con los juegos, bailes y talleres que les preparan nuestros educadores, quienes además también les ofrecen comida, les escuchan, les orientan y les dan afecto.
“Me gusta venir porque nos enseñan, cantamos canciones, nos dan comida, nos educan y nos dejan tiempo para jugar”, nos cuenta Rani con una sonrisa y luciendo el nuevo vestido que le acaban de entregar nuestros compañeros de Awakening Jagriti. Gracias a estos puntos, los educadores contactan con los pequeños que deambulan por la calle y que a menudo son “invisibles” para el resto de la sociedad. Poco a poco se ganan su confianza. Los niños aumentan su autoestima y se despierta en ellos el interés por aprender y descubrir cosas nuevas. A partir de aquí, se establece una relación con sus familias, a las que se sensibiliza sobre la importancia de que sus hijos estudien y se las asesora para que les matriculen en alguna escuela pública de la zona, una posibilidad que muchas veces los mismos padres desconocen. También los niños descubren que tienen derechos, entre ellos el de la educación. Rani lo tiene claro: “Todos los niños deben ir a la escuela y estudiar”. De mayor, asegura, quiere ser “ingeniera” y así “poder construir una casa y enviar a mis hermanitos a la escuela”.
El proyecto que llevamos a cabo con niños que viven en situación de calle atiende a dos mil pequeños en las ciudades de Pune y Nasik, unas urbes que reflejan las enormes desigualdades sociales que existen en India. Miles de familias que acuden a las grandes ciudades en busca de oportunidades de trabajo acaban malviviendo en slums o en asentamientos improvisados, en condiciones pésimas. En este contexto, los más pequeños como Rani acaban siendo los más vulnerables.
Imágenes: Lolo Vasco