Imagina que es de noche. Tu familia y tú dormís tranquilos en un pueblecito de Myanmar del estado de Rajine, fronterizo con Bangladesh, el país vecino. Escuchas gritos, llantos, disparos, y el crepitar del fuego. Despiertas y te das cuenta de que tu pueblo está en llamas. Los militares están por todas partes, tus vecinos corren, y tú, gracias al instinto de supervivencia, coges a tus hijos y sales de casa sin nada, ni siquiera te pones los zapatos. Y corres, solo quieres huir del horror. Cuando estás suficientemente lejos te das cuenta de lo que acaba de pasar. Están asesinando a todos los que son como tú...
¿Y quién eres tú y qué has hecho? Eres de la etnia minoritaria musulmana de los rohingya, hablas una mezcla de árabe, urdu y birmano y desde la aprobación de la Ley de Nacionalidad de 1982 no se te considera ciudadano de Myanmar, sino un extranjero invasor. Ya no tienes acceso a los derechos más básicos como son la sanidad, la educación, el trabajo, o el matrimonio… ni al censo electoral, posiblemente la única forma para hacer presión política.
Los que tuvieron suerte aquel 25 de agosto de 2017 y pudieron cruzar a nado el río Naf, frontera natural con Bangladesh, llegaron a lo que llegaría a ser el campo de refugiados más grande del mundo, Cox’s Bazar. Su país vecino los acogería exhaustos, hambrientos, y muchos de ellos totalmente desorientados por lo que acababan de vivir. Una huída “in extremis” que el fotógrafo Kevin Frayer documentó con imágenes muy duras. Muchos hablan del holocausto de nuestros días, e incluso la ONU reconoció que los rohingyas han padecido una auténtica “limpieza étnica”.
Cinco años después, allí siguen, sin patria y sin derechos. Sobreviviendo en un campo de refugiados en el que conviven más de un millón de personas de las cuales la mitad son niños y niñas. Y ante esta realidad, estamos con ellos, acompañándolos y ofreciéndoles todo aquello que se les ha arrebatado. Unas condiciones de vida dignas, así como la educación y la formación que les puede permitir tener una oportunidad de cambio. Porque la educación da seguridad en un contexto incierto. La educación en emergencias cura, protege y es un derecho.
Hablamos con tres jóvenes que viven en Cox’s Bazar. Los tres participan en los proyectos que llevamos en el campo para proteger y educar a los niños, niñas y adolescentes rohingyas, así como a los de la comunidad que los ha acogido y para asistirlos de manera que sus necesidades básicas queden cubiertas. Más de 9.000 niños, niñas y adolescentes refugiados. Tres historias de solidaridad y humanidad ante la barbarie.
Momtazul tiene 15 años. Tenía 10 cuando llegó a Cox´s Bazar a pie junto con su familia: "Los militares entraron a nuestra aldea. Torturaron a los hombres jóvenes y adultos y los mataron. Una noche, a la hora de la cena, vinieron y nos atacaron. Mi familia y yo lo dejamos todo y solo corrimos. Tardamos siete días en llegar a la frontera. Luego cuatro meses en la zona cero que era segura y después nos dejaron entrar a Cox’s Bazar donde nos dieron refugio y comida”.
Este joven participa en el club de adolescentes de Educo en el que reciben formación sobre sus derechos, sobre cómo proteger a los niños y niñas del trabajo infantil y qué hacer en caso de que sean víctimas de una violación: “Cuando veo a algún niño trabajando o cuando se va a organizar un matrimonio infantil, informo a Educo y entonces ellos toman la iniciativa. Antes de llegar a Bangladesh los días no eran mejores. Los niños no podíamos salir a la calle para ir a la escuela y jugar, solo teníamos miedo. Ahora voy al centro de aprendizaje, juego con mis amigos y mi hermano pequeño, ayudo a mi madre en las tareas domésticas y aprendo en el club. Me gustaría dar las gracias a Educo por crear una oportunidad de aprendizaje para nosotros".
Rubina también forma parte del grupo de adolescentes de Educo de Cox’s Bazar. Su historia es parecida, sino igual a la de Momtazul, solo que hoy, con 19 años, está embarazada.
"Quiero cambiar la realidad que nos toca vivir. Estoy embarazada de 5 meses y solo pienso en proteger a mi bebé. Me casé hace un año. Un día me enteré de que se estaba creando este grupo de jóvenes. Le pedí permiso a mi marido para unirme al grupo y aceptó”.
Todo lo que ha aprendido en el club le sirve para alzar la voz cuando se comete alguna injusticia contra los niños, niñas y jóvenes que viven en el campo. "Me prometí a mí misma que garantizaría todos los derechos a mis hijos, sean niños o niñas. Veo que casi todos los niños de la comunidad son maltratados. Yo viví lo mismo y no tuve la oportunidad de estudiar. Desde que soy parte del grupo, mi deber es salvar a los niños y niñas de cualquier maltrato. Quiero dar las gracias a Educo por esta oportunidad”.
Jamal está aprendiendo a arreglar móviles: “Tuve que dejar la escuela y ponerme a trabajar porque mi familia no tenía ingresos. Pero vi un rayo de esperanza cuando conocí la formación de Educo. Desde que tenía 7 años jugaba con las diferentes partes del teléfono móvil de mis padres, intentaba separar las piezas y montarlas de nuevo. Tengo un plan para formar a la gente de la comunidad en el mantenimiento de teléfonos móviles en el futuro, para que no tengan que viajar a la ciudad y gastar más dinero, solo para el mantenimiento", nos cuenta muy feliz.
“Cuando termine la formación, quiero ser independiente y mantener a mi familia económicamente arreglando móviles. Además, compartiré mis conocimientos y aprendizajes con las personas necesitadas de mi comunidad”.
Un claro ejemplo de humanidad de tres jóvenes que han vivido el horror del que es capaz el ser humano de cerca, pero que, a pesar de todo, eligen el camino de la solidaridad.
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